Un día aprendieron a Juan Bautista. Sin más ni más, llegaron los guardias de palacio y se lo llevaron delante de muchas gentes que se quedaron desde entonces sin ser bautizados por él. A nadie se le dio explicación, simplemente se lo llevaron. Y se lo llevaron por hablador.
Le había buscado mucho ruido al chicharrón. No se contentó con hablar con una palabra despiadada a las gentes que no acababan de arrepentirse en su corazón, todo para preparar el camino al Mesías, al Enviado, al ungido, a quien él había bautizado hacía poco tiempo. Pero su atrevimiento fue demasiado al mandarle decir al rey Herodes que su actitud no era bien vista por haberse metido con su cuñada. Esto colmó el plato y de pronto, se vio incomunicado en el fondo de un calabozo. Sin embargo, esto no le impedía escuchar las noticias que llegaban de Cristo y sus andanzas y sus correrías por tierras de la fecunda Galilea. Se dio cuenta de que el número de sus seguidores crecía de día en día, de que las gentes no se daban descanso, siguiéndole por todas partes, pero también oía como la ola de opositores a su mensaje crecía de día en día, pretendiendo hacerlo desaparecer.Pero algo que desconcertaba a Juan era que él no veía ninguno de los signos con que él anunciaba de la venida del Salvador. Como que de nada habían servido sus gritos y el desgañitarse de día y de noche pidiendo una conversión radical al Señor. Él hablaba con rudeza al pueblo y veía que Cristo no hacía distingos entre justos y pecadores, entre buenos y malos, sino que los aceptaba a todos. Él pedía un cambio radical en las gentes y Cristo en cambio hablaba con dulzura, con bondad y a nadie excluía de su corazón. A él que vivía en total pobreza, le hablaban de que Jesús se metía en todas las casas y comía de lo que le daban, que le gustaban mucho las fiestas y los banquetes y que incluso se hospedaba en casas de los ricos, de los pecadores e incluso de los mismísimos escribas o recaudadores de impuestos, traidores a su patria. Y se daba cuenta que Cristo no hacía nada por sacarle de la cárcel.
Por eso mandó una embajada de discípulos suyos a preguntarle directamente a Cristo Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”
Por supuesto que Cristo no dio una respuesta directa, tajante. Más bien les pidió a los discípulos que Juan les enviaba como embajadores que se quedaran con él ese día y que en la marcha contemplaran con sus propios ojos lo que él estaba realizando, que no era nada nuevo, ni nada que él se hubiera inventado, pues todo lo que hacía ya lo había anticipado el profeta Isaías, que a un pueblo que vivía sometido a duras pruebas, le anunciaba que el Señor mismo vendría en su ayuda, y Cristo consideró que el Dios vengador, justiciero, eternamente enojado, más bien había sido invención de los hombres y no de la Escritura que tiene palabras infinitas de consolación. Cristo venía a hablarnos de Dios como el Padre que no quiere el castigo y que si espera con profunda paciencia es por el grande amor que nos tiene.
Y lo que vieron los enviados de Jesús, él mismo se los remarcó cuando acaban su estancia con él: “Vayan a contar a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de la lepra, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Dichoso aquel que no se sienta defraudado por mí”. Sin duda que ellos quedaron convencidos de la bondad, la gracia, la acogida y el perdón que Cristo daba a todos los que se le acercaban, y que a nosotros nos da pie para pensar que ¡Jesús es el Señor!, que ¡Él es el Salvador!, y que no tenemos que esperar a otro. Y de ahí la alegría que nosotros deberíamos sentir por su presencia, por su venida y por su gracia.
Y de aquí el grito de la humanidad hacia la Iglesia de Jesucristo y hacia los cristianos: “¿Son verdaderamente ustedes los enviados a ayudar, a colaborar, a servir a los hombres, o tendremos que esperar a otros más leales, más generosos y más entregados a la causa de la evangelización de los pobres, o han venido a ser la causa de nuevos pobres y de nuevas pobrezas entre los hombres?”
Es un grito que no podemos acallar sobre todo si consideramos una página de los obispos de Latinoamérica reunidos en Aparecida, Brasil, en años pasados: “Esto nos debería llevar a contemplar los rostros de quienes sufren. Entre ellos, están las comunidades indígenas y afroamericanas, que, en muchas ocasiones, no son tratadas con dignidad e igualdad de condiciones; muchas mujeres, que son excluidas en razón de su sexo, raza o situación socioeconómica; jóvenes, que reciben una educación de baja calidad y no tienen oportunidades de progresar en sus estudios ni de entrar en el mercado del trabajo para desarrollarse y constituir una familia; muchos pobres, desempleados, migrantes, desplazados, campesinos sin tierra, quienes buscan sobrevivir en la economía informal; niños y niñas sometidos a la prostitución infantil, ligada muchas veces al turismo sexual; también los niños víctimas del aborto. Millones de personas y familias viven en la miseria e incluso pasan hambre. Nos preocupan también quienes dependen de las drogas, las personas con capacidades diferentes, los portadores y víctima de enfermedades graves como la malaria, la tuberculosis y VIH - SIDA, que sufren de soledad y se ven excluidos de la convivencia familiar y social. No olvidamos tampoco a los secuestrados y a los que son víctimas de la violencia, del terrorismo, de conflictos armados y de la inseguridad ciudadana. También los ancianos, que además de sentirse excluidos del sistema productivo, se ven muchas veces rechazados por su familia como personas incómodas e inútiles. Nos duele, en fin, la situación inhumana en que vive la gran mayoría de los presos, que también necesitan de nuestra presencia solidaria y de nuestra ayuda fraterna. Con la exclusión social queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está afuera. LOS EXCLUIDOS NO SON SOLAMENTE “EXPLOTADOS” SINO “SOBRANTES” Y “DESECHABLES”.
Si queremos ser de los seguidores de Cristo, tendremos que comenzar a caminar nosotros mismos para ayudar a los demás, comenzar a abrir los ojos para ver las necesidades de los otros, abrir nuestros oídos a los clamores de los que sufren y a ponernos a tiro de gracia del Señor para que nos limpie de pecado y nos resucite a una vida de verdaderos cristianos.
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