No es el plazo de la hipoteca, ni el del seguro, ni el del préstamo, ni el del tiempo… Es el plazo que Dios se ha dado a sí mismo para venir a comenzar a recorrer los caminos de nuestro mundo.
Es el mensaje del Evangelio de este domingo, en el cual se nos narra los comienzos de la vida pública de Jesús, el inicio de su predicación. No es un sermón aburrido ni interminable, como esos de los que huimos todos. No es tampoco una sucesión de frases vacías e inconexas que no nos dicen nada. Tampoco es la apología de la bronca sin ton ni son por lo mal que nos portamos todos.
La predicación de Jesús comienza con una llamada al cambio, a la conversión, a que nos demos cuenta de que no podemos seguir, muchas veces por los caminos hastiados que vamos, o por esas sendas que solo nos hacen dar vueltas y más vueltas sobre lo mismo, o lo que es peor, por esas veredas que hemos construido a nuestra medida y gusto, para hacer sólo lo “que me apetece o lo que me gusta”, pero que no me lleva a ningún sitio más que a mis propias seguridades.
La conversión, el cambio al que nos llama Jesús, es a la de nueva esperanza, la nueva alegría, las nuevas oportunidades, porque el Reino de Dios está cerca. Un Reino que es el vivir en plenitud lo que somos y tenemos, el dar la vida por ser nosotros mismos en comunión con los demás, el no quedarnos rendidos ante las dificultades sino el buscar siempre una nueva salida, el no apagarnos cuando todo parece que se pone oscuro, sino el abrir bien los ojos porque, por las rendijas, se filtra la luz de la nueva oportunidad y del nuevo camino.
Se ha cumplido el plazo, ha llegado la hora de ponernos en camino y de caminar, de hacer cosas nuevas, de buscar caminos nuevos, de andar rutas inexploradas en nuestra vida, porque el tiempo corre y no podemos perderlo en lo de siempre, en la rutina que mata porque no aporta nada.
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