Por: P. Alejandro Ortega L.C. | Fuente: Catholic.net
La Vía de la Misericordia
Cinco nuevas rutas para entender la Navidad
La Vía de la Misericordia
Cambiar de planes es humano. Surgen problemas, imprevistos y emergencias que nos obligan a ajustar la agenda. La adaptación al cambio es ley de vida. Las nuevas generaciones se entrenan hoy desde temprana edad en la flexibilidad, la apertura y la capacidad de adaptación a una realidad siempre mutable. Basta recordar el exitoso libro de Spencer Johnson, ¿Quién se llevó mi queso?, publicado en 1998; una curiosa parábola de ratones y liliputienses para mostrar que el hombre –y cualquier empresa humana– debe buscar siempre nuevas rutas para alcanzar sus metas en un mundo cambiante.
Pensándolo bien, Dios fue el primero en cambiar de planes. Cuando creó al hombre, tenía un primer plan: una humanidad santa, armoniosa y feliz, que viviría por un tiempo en un paraíso terrenal y después, sin probar dolor ni sufrimiento ni muerte, pasaría a gozar de su presencia para siempre en el paraíso celestial. Pero el mundo cambió radicalmente con el pecado original. La humanidad recién salida de sus manos, en lugar de seguir la ruta luminosa y recta que Él le señalaba, tomó una calle oscura, tortuosa, en sentido opuesto a su destino.
Pensándolo bien, Dios fue el primero en cambiar de planes. Cuando creó al hombre, tenía un primer plan: una humanidad santa, armoniosa y feliz, que viviría por un tiempo en un paraíso terrenal y después, sin probar dolor ni sufrimiento ni muerte, pasaría a gozar de su presencia para siempre en el paraíso celestial. Pero el mundo cambió radicalmente con el pecado original. La humanidad recién salida de sus manos, en lugar de seguir la ruta luminosa y recta que Él le señalaba, tomó una calle oscura, tortuosa, en sentido opuesto a su destino.
Pero Dios, siempre «rico en misericordia», y sobre todo desde aquel momento, reaccionó con un cambio de planes: recalculó la ruta. Dios se parece mucho a un GPS o navegador. La imagen no es mía. Se la escuché a un célebre predicador de la diócesis de Roma, el padre Fabio Rosini. En esencia dice que cada vez que te equivocas, que no sigues las indicaciones de Dios –su voluntad, sus mandamientos, sus planes sobre tu vida–, cada vez que te distraes y no das vuelta donde debías darla o la das donde no debías, Él recalcula la ruta. A Dios no le sorprende si tomas el camino equivocado, si eres torpe o lento para reaccionar, si te entercas y prefieres «tu ruta»; Él siempre recalcula. Dios «se adapta» a tus errores y te ofrece nuevas rutas para llegar a tu verdadero destino; que, dicho sea de paso, es Dios mismo.
Esto no significa que las rutas de Dios no tengan importancia; que dé lo mismo seguir o no su voluntad, sus mandamientos y sus planes. De hecho, si los siguiéramos con más atención de seguro sufriríamos menos decepciones, heridas y confusiones. No sin razón aparece en la Biblia con cierta frecuencia esta súplica: «Haz, Señor, que conozca tus caminos, muéstrame tus senderos. En tu verdad guía mis pasos, instrúyeme, tú que eres mi Dios y mi Salvador».
El Papa Francisco, al convocar el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, ha querido subrayar que la ruta principal de salvación, según el nuevo plan de Dios, es precisamente su Misericordia. Se trata, por así decir, de una ruta infalible, que no tiene pierde. Para seguirla, sólo hace falta abrir el corazón a su Amor –que en este Año Jubilar se dispensará muy especialmente a través del sacramento de la reconciliación–; y ponerse al servicio de ese Amor mediante la práctica de las «obras de misericordia».
Entender la Navidad es descubrir y transitar esta ruta divina. Porque la Navidad es la aparición visible, constatable en el GPS mundial, de la Misericordia de Dios «hecha Carne». Jesús, ya adulto, dirá a sus apóstoles: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Efectivamente, Jesús es la Vía de la Misericordia, la ruta segura de salvación a la cual se puede llegar prácticamente desde cualquier posición o situación existencial.
Cinco nuevas rutas para entender la Navidad
Dios no fue el único que recalculó la ruta. En torno al nacimiento de Jesús, muchas personas tuvieron que recalcular la suya. Quizá sin pretenderlo, esos «cambios de ruta» marcaron, desde entonces, diversas maneras de llegar a la Vía de la Misericordia.
A través de estas reflexiones intentaremos asomarnos al GPS de algunas de esas personas. Seguiremos, en particular, la «ruta interior» de María, de José, de los pastores, de los reyes magos, y de dos ancianos que tienen mucho que enseñarnos: Simeón y Ana. Así podremos, quizá, descubrir también la ruta por la que Dios quiere llevarnos a su encuentro y ponernos al servicio de su misericordia en el mundo de hoy.
A través de estas reflexiones intentaremos asomarnos al GPS de algunas de esas personas. Seguiremos, en particular, la «ruta interior» de María, de José, de los pastores, de los reyes magos, y de dos ancianos que tienen mucho que enseñarnos: Simeón y Ana. Así podremos, quizá, descubrir también la ruta por la que Dios quiere llevarnos a su encuentro y ponernos al servicio de su misericordia en el mundo de hoy.
Recalculando la ruta de nuestra voluntad: la docilidad de María
El Evangelio no lo dice, pero permite intuirlo. Siguiendo una moción interior, María había escogido ya una ruta para su vida: la de la virginidad. Sería una mujer consagrada a Dios. Su respuesta al ángel Gabriel cuando le anunció la Encarnación de Jesús en su seno –«¿Cómo será esto, si yo no conozco varón?»– carecería de sentido si hubiera tenido la intención de procrear como cualquier mujer.
El anuncio del Ángel significó para María un radical cambio de planes. Sería madre. De modo milagroso –por obra del Espíritu Santo– concebiría y daría a luz un Hijo; lo envolvería en pañales y dedicaría su vida de lleno a criarlo, educarlo y prepararlo para la misión que el Padre le había asignado.
Al aceptar este cambio de ruta, María es testigo de la trascendencia que tiene nuestra docilidad a los planes de Dios. No una docilidad ciega y autómata, sino más bien inteligente y colaborativa. La docilidad de María tiene una fuerte dosis de escucha interior, de atención al mensaje, de esfuerzo sincero por comprender el plan de Dios, hasta donde es posible, para secundarlo de la mejor manera.
El «sí» de María a Dios sería el primer eslabón de una cadena de salvación que, de modo misterioso, alcanzaría a todo ser humano. Nunca ha dependido tanto la suerte de la humanidad de la respuesta de una persona. Así lo entendió san Bernardo cuando escribió su conocida homilía en la fiesta de la Anunciación del Señor: «Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia... ¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe. Que tu humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento. Aquí está–dice la Virgen–la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».
María no cambió de ruta sólo en el momento de la Anunciación. Ese fue el inicio en realidad de un camino señalado por los «cambios de planes». Belén no estaba en sus planes para el nacimiento de Jesús, pero María se sometió al edicto del emperador; Egipto no estaba en sus planes, pero María se sometió a José, quien fue alertado en sueños de que el rey quería matar al Niño; el Gólgota no estaba en sus planes, pero María se sometió a la decisión del procurador romano y, al pie de la cruz, aceptó ser Madre y Corredentora de la humanidad.
¡Cuántos Belenes, Egiptos y Gólgotas tampoco están en nuestros planes! ¡Cuántas situaciones inesperadas nos obligan a cambiar de planes, a ajustar la ruta! ¡Cuánta fe se necesita para descubrir en tantas circunstancias que no son justas, nuevas rutas de la Misericordia del Padre. Tres personas fueron responsables de esos dramáticos «nuevos planes» en la vida de María: César Augusto, Herodes y Poncio Pilato. Pero María sabía que ellos eran instrumentos de la Providencia, de unos planes divinos que estaban muy por encima de cualquier previsión humana. Jesús Resucitado dirá a sus apóstoles que todo eso debía ocurrir para que se cumplieran las escrituras. María, aceptando los inescrutables planes de Dios, abrió paso a esa nueva ruta de la Misericordia Divina que hoy llamamos Redención.
Ojalá que esta Navidad sea también la ocasión para que cada uno se preste con más docilidad a los nuevos planes de Dios sobre su vida. Con una docilidad enraizada en la convicción de que los planes de Dios son siempre «designios de paz, no de desventura; de porvenir y de esperanza».
Recalculando la ruta de nuestros pensamientos: la comprensión de José
Nuestra mente es muy capaz. Constata, percibe e intuye muchas cosas. Así fue diseñada, de modo que pudiera entrar en contacto auténtico con la realidad. La definición filosófica de «verdad» es la «conformidad del intelecto con la realidad». Esta conformidad supone no sólo elaborar conceptos sino también formular juicios. Uniendo conceptos, califica la realidad que observa, penetrando de alguna manera su interior. La palabra «inteligencia» significa, precisamente, esta capacidad para «leer dentro» (intus-leggere) de las cosas y, a veces también, de las personas.
Por desgracia, nuestro pensamiento no siempre es benévolo. A veces juzga con una audacia y una rapidez que no le corresponden. Sobre todo cuando concibe juicios negativos sobre los demás sin que le conste cómo están las cosas en realidad. Es lo que en términos morales suele llamarse «juicio temerario».
José era un hombre bueno. El Evangelio dice que era «justo». No obstante esto, cuando constató que María, su prometida, estaba esperando un bebé, no pudo pensar en otra cosa que no fuera una infidelidad. En su bondad de corazón, sin embargo, no maquinó ningún castigo contra María. Decidió sólo repudiarla en secreto, según un procedimiento permitido por la ley de Moisés.
Pero un ángel se le apareció en sueños y le reveló la verdad: «lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo». Entonces lo recalculó todo. En su mente se abrió una nueva ruta, de explicación misteriosa, pero de viabilidad inapelable: María era Virgen y Madre; el Niño que esperaba era el Salvador; y él, José, era el elegido para ser el protector de ambos, el custodio de la Familia Sagrada que se constituía en ese momento.
El caso de José es interesante. Nos enseña cómo debemos retener nuestros juicios sobre los demás; cómo debemos recalcular nuestros pensamientos para no juzgar equivocadamente, mucho menos herir o lastimar su buena fama. Nos enseña a buscar siempre nuevas rutas que permitan «justificar» cualquier aspecto negativo, incluso «constatable», de los demás. La caridad de pensamiento consiste en recalcular nuestros juicios sobre lo demás para encontrar la «ruta adecuada». Una ruta que necesariamente tendrá vueltas y rodeos, porque la línea recta, cuando se trata de hacer un juicio sobre los demás, es siempre muy injusta, según el aforismo latino «summum ius, summa iniuria» (suma justicia, suma injusticia). José nos enseña que sólo desde la misericordia es posible comprender y juzgar con verdad a los demás.
Nadie tiene un juicio más objetivo que el de Dios. Y nadie tiene más misericordia que Él. Una antigua pintura bizantina del rostro de Jesús, del siglo VI, muestra los ojos de Jesús en modo desigual. Cabe decir que ambos ojos son grandes y penetrantes. Según los intérpretes del arte sacro, el ojo derecho es el de su visión «objetiva»; el que descubre nuestra verdad, nuestra realidad tal como es, con sus grandezas y miserias; se diría que es el ojo crítico de Dios. Pero el ojo izquierdo es más grande y penetrante que el derecho. Representa la mirada compasiva y misericordiosa de Jesús. Es el ojo que ve más allá de los actos y de las realidades objetivas para entrar en la subjetividad de cada uno, y desde ahí «comprender» y abarcar mejor toda nuestra realidad.
Esta Navidad puede ser una buena ocasión para reflexionar sobre la ruta de nuestros pensamientos, sobre todo cuando tienden a juzgar las miserias y limitaciones de los demás, incluso muy reales. Cabe decir que el pecado –el propio y el ajeno– sigue siendo parte de nuestro entorno habitual; y crea a veces situaciones muy tristes, incluso terriblemente dramáticas. El mal –real o aparente– se vence con la verdad. Pero no una verdad sólo «objetiva», porque sería una verdad a medias. La verdad completa sobre cualquier ser humano la aporta la misericordia. San Agustín tiene una expresión muy sabia en este sentido: «No vence sino la verdad; pero la victoria de la verdad es la caridad». San José nos ayude, con su experiencia personal, a recalcular nuestros pensamientos en este sentido, para hacerlos más comprensivos, más misericordiosos y, por lo mismo, más verdaderos.
Recalculando la ruta de nuestros sentimientos: la alegría de los pastores
Nuestros sentimientos nacen en la frontera misteriosa donde se tocan y confunden el cuerpo y el alma. Por lo mismo, son escurridizos y no se dejan dominar fácilmente por nuestra voluntad. Hace falta un buen nivel de madurez y dominio personal para negociar con ellos y alinearlos con las propias convicciones y motivaciones. La lenta educación de nuestros sentimientos requiere además, entre otras cosas, un alimento adecuado. La psicología cognitiva ha mostrado la profunda conexión entre pensamientos, sentimientos y comportamientos. Para que nuestros sentimientos sean positivos e inspiren actitudes y actuaciones también positivas, hay que alimentarlos con pensamientos positivos. En este nivel juegan un papel muy destacado las «buenas noticias».
Según el Evangelio de san Lucas, mientras Jesús nacía en Belén, «unos pastores dormían al raso, vigilando por turnos sus rebaños» . La expresión «dormir al raso», además de aludir a la pobreza en que vivían estos hombres, evoca una existencia vulnerable, expuesta a las inclemencias de la vida. Ellos representan, en cierto modo, a cuantos viven hoy también «al raso» en un mundo poco amigable, por no decir adverso, y expuestos al rigor de una existencia cargada de miedos, oscuridades, injusticias, desamores, olvidos y marginaciones. Nada de extraño es que los sentimientos de tales personas vayan por la calle de la amargura, sin otro destino que el de un futuro triste e incierto.
Para cambiar de ruta, los sentimientos necesitan a veces una gran noticia. Y ésa fue la que un ángel trajo a los pastores en la noche de la Navidad: «¡Os anuncio una gran alegría, que será para todo el pueblo!». El hecho de que el ángel haya dicho «una gran alegría» y no «una gran noticia» resulta interesante. No sólo significa que «noticia» y «alegría» son una misma cosa cuando se anuncia a Jesús; significa también que la alegría cristiana es «comunicable» porque toca una fibra esencial de la existencia humana, que es la necesidad de salvación: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor».
En otras palabras, el ángel anunció a los pastores el hecho de que la Misericordia de Dios, en aquella noche, se volvió «accesible», porque «se hizo Carne»; se hizo visible, constatable. Sería a partir de entonces una Misericordia capaz de hablar, de tocar, de curar, de alimentar, de enseñar, de conmover, de resucitar a todo ser humano.
El ángel que trajo el anuncio a los pastores, junto con una multitud de ángeles que se le unió en ese momento, alabó a Dios diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». La paz es un tipo particular de alegría. Es una alegría mansa, blanca y sosegada; pero no por ello menos intensa que otros tipos de alegría. La alabanza de los ángeles nos permite intuir que este tipo de alegría nace cuando damos gloria a Dios con nuestra vida, por encima de cualquier circunstancia. De este modo, nuestros sentimientos pueden recalcular siempre su ruta; pueden encontrar una ruta de salida hacia la alegría, aun estando expuestos a la adversidad.
El ángel que trajo el anuncio a los pastores, junto con una multitud de ángeles que se le unió en ese momento, alabó a Dios diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». La paz es un tipo particular de alegría. Es una alegría mansa, blanca y sosegada; pero no por ello menos intensa que otros tipos de alegría. La alabanza de los ángeles nos permite intuir que este tipo de alegría nace cuando damos gloria a Dios con nuestra vida, por encima de cualquier circunstancia. De este modo, nuestros sentimientos pueden recalcular siempre su ruta; pueden encontrar una ruta de salida hacia la alegría, aun estando expuestos a la adversidad.
La Navidad constituye así también una oportunidad para recalcular nuestros sentimientos; para no dejar que se vayan sin más por la calle de la amargura. La gran «noticia-alegría» del nacimiento de Jesús es una ruta de esperanza, una vía alterna a la soledad y la tristeza, una calle luminosa que topa donde está Aquél que es la sonrisa del Padre, la Misericordia de Dios hecha caricia sobre el mundo.
Recalculando la ruta de nuestro corazón: la generosidad de los magos
El corazón es un cruce de caminos; casi se diría un «distribuidor vial» por el que cruzan muchas rutas. Las ciudades modernas los tienen muy hermosos, como un tejido de avenidas, pasos a desnivel y puentes que ofrecen a la vista una sensación de complejidad y belleza al mismo tiempo.
Cuando se trata del corazón, la complejidad no siempre ayuda.
Ahí es fácil perderse. El discernimiento es fundamental. Discernir significa «consultar el GPS» de la conciencia, de la prudencia, de la oración, para tomar sólo caminos francos y no calles cerradas, túneles ciegos o puentes a medio hacer que pueden terminar en el vacío.
El Corazón de Dios, en cambio, es sencillísimo. Tiene una única ruta de salida: la Vía de la Misericordia. Esta ruta, en la medida en que se acerca a cada ser humano, se ramifica y toma diferentes nombres, como «gracia», «bendición», «generosidad», «perdón», «compasión» y muchos otros más.
Los Magos de Oriente, que menciona el evangelista Mateo, también siguieron una sola ruta. Según los historiadores, ellos eran sabios y astrónomos de la época; hombres dedicados a la observación y al pensamiento. Una noche vieron aparecer una estrella luminosa. No sabemos cómo –quizá por una revelación interior, quizá por ciertas concordancias– llegaron a la conclusión de que aquella estrella tenía un significado: había nacido un nuevo rey, posiblemente en Jerusalén. Entonces sintieron la necesidad de recalcular la ruta de su vida, quizá demasiado tranquila y acomodada. Decidieron emprender un largo viaje tomando como orientación aquella estrella. Pero el suyo no sería un viaje de placer; tampoco de curiosidad; sería, como también señala el evangelista, un viaje de generosidad.
La generosidad es una ruta hermosa, pero no siempre luminosa. Las estrellas se esconden; y a veces también se confunden. Hay que estar atentos para descubrir a quién y cómo se puede ayudar. Una cosa es cierta: nadie emprende la ruta de la generosidad si primero no recalcula la ruta de su corazón para seguir los impulsos del amor. Porque la generosidad requiere, ante todo, un atributo muy propio del amor: la observación. La caridad –explica Benedicto XVI– parte de un «corazón que ve». Los magos vieron una estrella e intuyeron, a través de ella, que «alguien» tenía necesidad de ellos.
En segundo lugar, la generosidad exige disponibilidad para acercarse. El recorrido de los magos seguramente fue largo. Como suele serlo también el camino –a veces sólo interior– que lleva hasta quienes nos necesitan. El Papa Francisco ha insistido en que debemos salir de nosotros mismos para ir a las «periferias existenciales». En una de sus cartas dice textualmente: «Hay una humanidad entera que espera: personas que han perdido toda esperanza, familias en dificultad, niños abandonados, jóvenes sin futuro, enfermos y ancianos abandonados, ricos saciados de bienes pero con el corazón vacío, hombres y mujeres que buscan el sentido de la vida sedientos de Dios». Las periferias existenciales no son tales porque estén lejos geográficamente; lo son porque nadie se aproxima a ellas, nadie se hace «prójimo» acercándose a sus heridas y necesidades.
La ruta de la generosidad supone también un corazón desprendido: un corazón que recalcula continuamente su ruta para no seguir la vía de la avaricia, de las compras compulsivas, del consumismo irracional. Los magos no se preguntaron si tenían o no suficiente oro, incienso y mirra para sí mismos. Simplemente cargaron sus animales con lo que tenían y se pusieron en camino.
En segundo lugar, la generosidad exige disponibilidad para acercarse. El recorrido de los magos seguramente fue largo. Como suele serlo también el camino –a veces sólo interior– que lleva hasta quienes nos necesitan. El Papa Francisco ha insistido en que debemos salir de nosotros mismos para ir a las «periferias existenciales». En una de sus cartas dice textualmente: «Hay una humanidad entera que espera: personas que han perdido toda esperanza, familias en dificultad, niños abandonados, jóvenes sin futuro, enfermos y ancianos abandonados, ricos saciados de bienes pero con el corazón vacío, hombres y mujeres que buscan el sentido de la vida sedientos de Dios». Las periferias existenciales no son tales porque estén lejos geográficamente; lo son porque nadie se aproxima a ellas, nadie se hace «prójimo» acercándose a sus heridas y necesidades.
La ruta de la generosidad supone también un corazón desprendido: un corazón que recalcula continuamente su ruta para no seguir la vía de la avaricia, de las compras compulsivas, del consumismo irracional. Los magos no se preguntaron si tenían o no suficiente oro, incienso y mirra para sí mismos. Simplemente cargaron sus animales con lo que tenían y se pusieron en camino.
Finalmente, la ruta de la generosidad supone un corazón atento a las verdaderas necesidades de los demás. También aquí es preciso un buen discernimiento. Nuestro corazón puede buscar las rutas más sencillas, las más cómodas, las más «gratificantes». Es muy fácil dar un pan a un hambriento y luego quedarse con la conciencia tranquila. La ruta de la generosidad, sin excluir los gestos sencillos y concretos de caridad, busca también soluciones de fondo, que no siempre se ven a primera vista. Los magos son un excelente ejemplo. Ellos encontraron a un bebé recién nacido junto a su madre. Pero no se quedaron en esa primera impresión, intuyeron mucho más. Los dones que le hicieron a Jesús tenían un valor específico, cubrirían una necesidad no necesariamente material, pero sí acorde a la triple condición de aquel Niño: oro, porque era Rey; incienso porque era Dios; y mirra, porque era Hombre. Así también, muchos hombres y mujeres, además de una ayuda material, necesitan un reconocimiento, una alabanza, una atención, un gesto de aprobación, una sonrisa.
Las rutas de la generosidad son infinitas. La Iglesia ha encontrado un modo de sintetizarlas en las así llamadas «Obras de Misericordia». Son catorce: siete corporales y siete espirituales. Las obras de misericordia corporales son visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos y enterrar a los difuntos. Las obras de misericordia espirituales son enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo y rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.
Todas estas obras son rutas que reproducen, cada una a su modo, la gran ruta del Amor Misericordioso de Dios. Todo hombre está llamado a recorrer continuamente estas rutas. Al hacerlo, el corazón experimenta normalmente una profunda alegría, porque ha sido diseñado precisamente para eso. Y es que, en el fondo, el corazón del hombre está hecho a imagen y semejanza del Corazón de Dios; y sólo se siente verdaderamente humano en la medida en que sintoniza con la misericordia divina.
Recalculando la ruta de nuestras esperanzas: la paciencia de Simeón y Ana
La vida es una tensión hacia el futuro. Nuestro centro de gravedad no está en el presente. Porque el hombre es expectativa; es «ruta” que lleva siempre hacia el porvenir. Sólo que nuestras esperanzas necesitan muchas veces ser recalculadas y ajustadas. Porque el futuro desmiente muchas veces nuestros sueños y proyectos. Para decirlo con el escritor Jules Renard, «un proyecto es sólo un borrador del futuro. A veces el futuro necesita cientos de borradores».
Simeón y Ana eran ya viejos cuando aparecen en la Biblia. Tenían mucho pasado; futuro, ya no tanto. Con todo, estaban llenos de esperanza. De Simeón dice san Lucas que «esperaba la consolación de Israel». De Ana, dice que era una profetisa «muy avanzada en días»; y después, ya sin eufemismos, que era viuda y tenía ochenta y cuatro años. Lo más importante para Lucas es que eran personas de oración, asiduas en el templo y dóciles al Espíritu Santo. Dice que a Simeón, en particular, el Espíritu Santo le había revelado que «no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor».
Simeón y Ana eran expertos en las cosas de la vida. Los ancianos son compendios de experiencia y de sabiduría, sin importar sus letras ni sus logros. Pero ambos tenían el corazón de niño, porque vivían llenos de ilusión. Una ilusión que tenía nombre y apellido: «el Cristo del Señor».
El templo constituía para ellos el epicentro de esta esperanza. Cada vez que acudían ahí, sentían cómo crecía su esperanza; una esperanza que «iluminaba sus días y llenaba sus noches», como dice la canción. Sabían que les quedaban pocos días de vida, y decidieron pasarlos, en cuanto les fuera posible, en ese lugar sagrado. Sus corazones se anclaron en el templo como en un puerto seguro, como en una marina donde el agua es un remanso ajeno a las corrientes y al oleaje del mar abierto.
Bien vale la pena recalcular también nuestras rutas de todos los días para no dejar de pasar, aunque sea un momento, por el templo, por la iglesia, por la capilla. Ahí donde ya no es preciso esperar al Mesías, porque es Él quien nos espera a nosotros. Cierto que las esperas de Dios a veces son más largas que las nuestras. Dios nos espera con una paciencia infinita. Pero Él nunca desespera. Sólo recalcula su esperanza, cuando ve que en lugar de acercarnos, nos alejamos más de Él. No se frustra, no se inquieta. Sólo cambia de ruta y nos espera en otra capilla.
Una mañana, Simeón y Ana, cada uno por su lado, sintió una moción especial; un presentimiento que aceleró su corazón. Como todos los días, aunque con paso más apresurado y nervioso, fueron al templo. Y llegaron en el preciso momento en que José y María entraban con el Niño para presentarlo al Señor. Entonces, dice el Evangelio, «Simeón le tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: ‘Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya en paz, porque mis ojos han visto tu Salvación’». Ana, por su parte, «como viniese en aquella misma hora, alabó también a Dios y hablaba del Niño a cuantos esperaban la redención de Jerusalén».
Nuestras esperanzas quizá se han desgastado con el tiempo y el golpeteo de algunas decepciones. Aún así, Dios nos invita a no desistir de ellas; sólo a recalcularlas. Dios cumple sus promesas no cuando a nosotros nos gustaría que fuera, sino cuando Él sabe que más nos conviene. En cualquier caso, todas nuestras esperanzas deberían fundarse en la certeza de que Dios cumple sus promesas y puede sorprendernos con una visita inesperada el día menos pensado y a la vuelta de cualquier esquina.
La Navidad de la Misericordia
Estamos por vivir una Navidad muy especial. Será la Navidad del Jubileo Extraordinario de la Misericordia; ocasión propicia para constatar, una vez más, cómo Jesús se adapta a nuestras rutas con tal de no perdernos, con tal de caminar a nuestro lado y hacernos sentir cuánto nos ama.
Dice, en este sentido, un hermoso himno litúrgico: «Ando por mi camino, pasajero, y a veces creo que voy sin compañía, hasta que siento el paso que me guía, al compás de mi andar, de otro viajero. No lo veo, pero está. Si voy ligero, él apresura el paso; se diría que quiere ir a mi lado todo el día, invisible y seguro el compañero. Al llegar a terreno solitario, él me presta valor para que siga, y, si descanso, junto a mí reposa. Y, cuando hay que subir monte (Calvario lo llama él), siento en su mano amiga, que me ayuda, una llaga dolorosa».
Con este Compañero de camino, que afianza y da seguridad a nuestros pasos, podemos recalcular todas nuestras rutas: la ruta de nuestra voluntad, para hacerla más dócil a la voluntad del Padre; la ruta de nuestros pensamientos, para hacerlos más benévolos y comprensivos; la ruta de nuestros sentimientos para llevarlos por la vía de la alegría; la ruta de nuestras esperanzas para crecer en la paciencia; y la ruta de nuestro corazón para hacerlo generoso y ponerlo cada vez más al servicio de la misericordia divina.
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