Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer
Mateo 2, 13-18
Después de que los magos partieron de Belén, el ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allá hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo". José se levantó, y esa misma noche tomó al niño y a su madre y partió a Egipto, donde permaneció hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo. Cuando Herodes se dio cuenta de que los magos lo habían engañado, se puso furioso y mandó matar, en Belén y sus alrededores, a todos los niños menores de dos años, conforme a la fecha que los magos le habían indicado. Así se cumplieron las palabras del profeta Jeremías: En Ramá se ha escuchado un grito, se oyen llantos y lamentos: es Raquel que llora por sus hijos y no quiere que la consuelen, porque ya están muertos.
Reflexión
Creo que para un cristiano del siglo XXI ésta una de las páginas más crueles y difíciles del Evangelio. La vida de Cristo empieza con un reguero de sangre, de sangre inocente.
La tradición ha rodeado de bromas y chistes ese 28 de diciembre en que se memora a estos inocentes. ¿No será que rodeamos de sonrisas lo que nos aterra? Porque ante la escena de la huida de Cristo y la muerte de los pequeños betlemitas un cristiano no puede sentir otra cosa que horror y espanto.
La huida. Podemos imaginarnos lo asustado que quedó José después del anuncio del Ángel. Lo que el ángel le dijo sobre Herodes era desgraciadamente demasiado verosímil. Y José sabía que los solda-dos del rey recorrerían en poco tiempo los ocho kilómetros que separaban la capital de la aldea. Despertó a María, se vistieron precipitadamente aún medio dormidos, recogieron lo más imprescindible y se pusieron en camino.
Así huyeron, sin pararse a pensar, sin estudiar el camino que habrían de seguir, ni dónde podrían refugiarse. Sabían únicamente que tenían que alejarse de la ciudad, poner distancia entre su hijo y Herodes. Y debían hacerlo sin dejar huellas, sin despedirse de nadie.
Huir era dormir durante el día y caminar la noche entera. Suponía volver la cabeza cuando se escuchaba cualquier paso por el camino y ver en cada sombra a los soldados de Herodes. No les habrá resultado fácil, andar de noche por aquellas soledades, sin conocer el camino. Y tuvieron que cruzar el desierto con sus peligros de la arena; la sed y el sol. Y así partieron, sin sospechar que la gran tragedia quedaba a sus espaldas.
El tirano. Cuando Herodes vio que los magos lo habían engañado, estalló su cólera. No podía aceptar que alguien se hubiera burlado de él. Lo que le preocupaba, al rey no era tanto el niño, sino un posible movimiento mesiánico en torno a él, lo que podría dar origen a una sublevación. Entonces decidió cortar por lo sano y mandó asesinar a todos los recién nacidos de Belén y sus alrededores.
Para entender esta decisión inconcebible, hay que conocer el carácter inhumano del rey. El historiador Josefo dice de Herodes que “era un hombre de gran crueldad hacia los demás” y relata varios de sus crímenes; tan espantosos y repugnantes que la matanza de unos cuantos niños judíos parece poca cosa. Y Josefo ni la menciona.
Lo que sí menciona es que en sus últimos años mandó matar a tres de sus propios hijos. Y antes de su muerte decretó eliminar a los principales nobles de su reino lo que ya no pudo realizarse, porque el tirano murió antes. Sólo un hombre tan cruel y violento como Herodes pudo ordenar una matanza tan bárbara como la que cuenta el evangelista.
El sentido. ¿Cuántos fueron los muertos? La leyenda ha multiplicado las cifras: habla da centenares; de miles. Belén era, en aquel tiempo un pueblo pequeño y con sus alrededores no podía tener más de 20 o 30 niños varones menores de dos años.
Pero no es el número lo que nos horroriza, sino el hecho. ¿Por qué murieron estos niños? El hombre de hoy no logra digerir la muerte de los inocentes - a pesar de que nunca han muerto tantos inocentes como en nuestros días. Basta con pensar en el aborto organizado.
La Iglesia, venerando con cariño a estos pequeños ha tratado de entender el misterio de su muerte: aún no hablaban y ya confesaron a Cristo. Dieron testimonio de Él; no con sus palabras, sino con su sangre. Ellos fueron sin saberlo, los primeros mártires. Más aún, ellos fueron sal-vadores del Salvador. Porque no sólo murieron por Cristo, si no también murieron en lugar de Él.
Fueron los primeros cristianos, los primeros santos de la Iglesia. Por eso tienen asegurados; desde hace muchos siglos, su lugar privilegiado en el calendario de los Santos. Y, por eso, tenemos hoy la alegría de celebrar su fiesta.
Queridos hermanos, que estos Santos Inocentes nos ayuden a nosotros a dar valientemente testimonio de Cristo ante los hombres, tanto con nuestra palabra como con nuestra vida.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
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