Me gusta subir a los montes. El esfuerzo de la pendiente me asusta al principio. Luego voy poco a poco, paso a paso. Y a medida que asciendo la vista va mejorando.
El sol, el calor, el cansancio, todo pesa. Pero no me desespero. Me mueve la esperanza de llegar a la cumbre. Es el anhelo del alma, no bajar la guardia, no tirar la toalla, no dejar de luchar.
Quiero llegar al lugar más alto y tocar la cumbre más elevada.
El corazón no se conforma con vivir en el valle, en el llano, allí donde falta altura para ver bien el paisaje que me rodea.
Muchas veces los árboles no me dejan ver el bosque. Los problemas me angustian y no me dejan saborear la vida, disfrutar lo que sí funciona en mi entorno.
El corazón anhela las cumbres, sueña con subir a lo más alto y desde allí tener una visión privilegiada del valle. Tengo ganas de luchar. No bajo la guardia. En la subida un paso sigue al otro. Y el corazón sigue soñando.
Al llegar a lo alto las cosas se ven de otra manera. Dicen que en lo alto del monte los problemas de antes parecen pequeños.
Antes pesaba el cuerpo bajo su peso. Ahora, desde lo alto, me siento más liviano, más ligero, más cerca del cielo. Me importan menos los problemas agobiantes de hace tan poco, cuando caminaba entre los árboles, agobiado por el presente.
Es verdad que en lo alto siguen los problemas presentes, eso seguro, pero ya no me afectan de la misma manera. El peso de la tormenta sobre los hombros puede ser el mismo pero mi cambio de mirada aligera el peso.
El ánimo lo es todo para no dejar de luchar. Importa mucho más que el físico. Si me hundo en la depresión y la tristeza me resulta imposible avanzar, aunque físicamente me encuentre en plena forma.
Lo anímico juega un papel decisivo. Es la chispa que me ayuda a vencer esa barrera infranqueable que me separa del éxito. Mi estado de ánimo me ayuda a subir las cuestas más empinadas. O me retiene en el valle incapaz de dar un paso más.
La montaña parece demasiado grande para mis fuerzas cuando me faltan. Me equivoco si pienso que son las fuerzas físicas.
La clave sigue estando en mi mirada, en mi actitud. Esos ojos nuevos son los que cambian la realidad.
Hoy pienso en las montañas de mi vida. Esas cumbres que han despertado todos mis anhelos. Esas montañas a las que subo para estar solo, en paz, más cerca de Dios.
¿Quién me animó a subir a lo alto cuando dudaba de mis fuerzas? Alguien me dio ánimos. Alguien tiró de mí cuando ya casi no podía.
Jesús se lleva a sus amigos y tira de ellos. Les somete a un esfuerzo mayor animándoles en el ascenso. Quiere que lleguen con Él a la cumbre.
No siempre tengo fuerzas para subir a lo alto yo solo. Me falta el ánimo. Necesito a personas junto a mí que tiren de mi brazo, que me saquen de mi apatía y tristeza.
Decía Santa Teresita:
“Entonces busqué en los libros santos algún indicio del ascensor, objeto de mis deseos: Si alguno es pequeñito, que venga a mí. Un ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús. Y para esto, no necesito crecer, por el contrario, es menester que permanezca pequeña y que cada vez lo sea más”.
Otros serán mi ascensor. O Dios mismo se encargará de que suba la distancia imposible que me separa de la cumbre. Hoy le suplico:
“Nosotros aguardamos al Señor: Él es nuestro auxilio y escudo”.
Para eso tengo que reconocer mi pobreza. Soy pequeño. Sólo contando con mis fuerzas no puedo caminar. Necesito que me arrastre Jesús. Necesito el ascensor que me lleve a las alturas.
Quiero caminar a la cumbre en los brazos de Jesús. Sólo tres apóstoles fueron los elegidos aquella tarde para subir al monte Tabor. Pedro, Juan y Santiago. Sus más cercanos hijos.
¿Y el resto? No tuvieron la posibilidad de ascender con Jesús al Tabor. Se quedaron en el llano. No vieron su gloria. ¿Estaría yo en los elegidos por Jesús? ¿Me alegraría al ver que otros iban mientras yo me quedaba en el valle?
Me gusta estar en todas las fiestas. Ser tomado en cuenta y valorado en toda ocasión. Me duele cuando otros son más apreciados que yo. Necesito que me consulten, que me pregunten para sentirme importante.
Quiero ser de esos hijos preferidos de Jesús. Uno de los llamados a estar con Él en los momentos importantes. Me gusta sentirme especial en sus manos.
Quiero subir a las cumbres a su lado y ser el más cercano. ¿Y cuando no me siento tan valorado y elegido? Surgen los celos y las envidias. Me siento despreciado.
Me hace bien hoy alegrarme cuando otros son más valorados que yo, más apreciados. Decía el cardenal Rafael Merry del Val en sus letanías de la humildad:
“Del deseo de ser alabado, del deseo de ser aplaudido, del deseo de ser preferido a otros, del deseo de ser consultado, del deseo de ser aceptado, del temor a ser humillado, del temor a ser despreciado, del temor a ser reprendido, del temor a ser calumniado, del temor a ser olvidado, del temor a ser ridiculizado, del temor a ser injuriado, del temor a ser rechazado, líbrame Señor. Que otros sean más amados que yo, que otros sean más estimados que yo, que otros crezcan y susciten mejor opinión de la gente y yo disminuya, que otros sean alabados y de mí no se haga caso, que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil, que otros sean preferidos a mí en todo, que los demás sean más santos que yo con tal que yo sea todo lo santo que pueda”.
Pido vivir así. Alegre cuando me eligen y también feliz cuando me dejan de lado. Con paz en los dos momentos. Cuando soy apreciado y cuando no lo soy.
Cuando logro subir a la cumbre y cuando me quedo solo en el valle por no haber sido tomado en cuenta. Alegre siempre.
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