LA AVENTURA DEL OPTIMISMO CRISTIANO
En nuestro mundo y en nuestra sociedad, últimamente, se nos intenta, de una manera cínica, y a veces hasta chulesca, el hacernos pensar que, ser cristiano es algo que está pasado de moda y que no sirve para nada. Parece que somos como el hazme reír de los autodenominados “progres” y modernos. Y muchos de nosotros nos lo creemos, nos acomplejamos y nos pasamos al bando de los silenciados y de los desesperanzados.
Pero cuando esto pasa, deberíamos recordar las palabras que Jesús nos dice hoy en el Evangelio, afirmando de nosotros que somos la luz del mundo y la sal de la tierra. Somos los que llevamos la luz verdadera al mundo, la luz de la belleza infinita y profunda, la luz de las cosas, la luz de la nueva oportunidad, la luz que ilumina caminos nuevos y creativos, la luz que, nació un día en el pesebre de Belén y nada ni nadie a podido nunca apagar, a pesar de tantos intentos malintencionado. Una luz que debe alumbrar por medio de nuestras buenas obras, no del agradar a los demás, sino de ayudar a los demás, porque serán obras que den buenos frutos y que siempre remitan a Cristo, que es quien nos motiva, siempre a Cristo.
Nos recuerda que somos la sal de la tierra, y que tenemos que dar sabor a este mundo cansado y asqueado, muchas veces de mí mismo. El sabor de la novedad del amor y de la ternura, del dar a todos lo que necesitan, del estar cercanos al que sufre y al que lo pasa mal, del estar dispuestos a ser compañeros de camino. Sobre todo, porque lo rancio y lo insípido, es lo que no está de moda, lo caducado es lo que debe ser retirado de nuestra vida y buscar la novedad que solo nos trae el Evangelio, que es el que nos hace descubrir la dignidad de cada ser humano, por lo que es y no por lo que tiene. No podemos ser sal sosa, porque esa se tira y la pisan los demás, porque no sirve para nada, ha perdido su función.
Cuando digan de nosotros que no servimos para nada, recordemos estas palabras del Señor, y miremos a tantos y tantos cristianos del mundo, que por ser sal y luz, son perseguidos y masacrados. Son asesinados por creer en Cristo y hacer lo que él hizo, por vivir de una manera diferente a los demás, por ser un testimonio vivo del amor de Dios. Su delito es creer en Dios y vivir el etilo de Cristo, la humildad, la sencillez, el amor al prójimo y el recordar que todos somos importantes por lo que somos y por lo que aportamos, porque nuestra fe no se puede ni esconder ni callar, es una fe que debe fermentar y dar luz y sabor a este mundo, sin complejos, pero sí con alegría y convicción.
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