UN MILAGRITO, POR FAVOR.
No estamos tan alejados de los personajes que muchas veces nos presenta Jesús en el evangelio, sobre todo, porque sus palabras son atemporales, no tienen caducidad, sirven para todos los tiempos y siempre nos dicen algo nuevo; pero también es verdad que, nosotros, no se puede decir que hayamos sido tan originales a lo largo de la historia, solemos pedir lo mismo que nuestros antepasados y, cuando las cosas se ponen complicadas, no falta quien recurra a la fe, pero incluso a una fe milagrera.
Si, seguimos siendo amigos y pedidores de milagros a cualquier santo o a cualquier deidad que nos hayan dicho que concede todo lo que se le pide. En el evangelio de este domingo, la cosa va aparentemente, de milagros, de personas que se encuentran con Jesús y le piden un milagro, o se lo consiguen por sí mismos. Pero he dicho que, aparentemente, porque si miramos bien y profundizamos bien en el mensaje y en la enseñanza de Jesús, nos daremos cuenta de que va, no de milagros, sino de fe, de la fuerza de la fe.
La fe es la confianza extrema, es tener esperanza cierta de que se da y se concede aquello que pedimos y que somos capaces de esperar aún contra toda esperanza. La fe es una experiencia cierta y real de que estamos en camino para que el encuentro con Cristo nos haga descubrir que todo lo que suplicamos llega cuando estamos abiertos a la luz de su misericordia y su Palabra siempre viva y nueva, una Palabra que da confianza, alegría, esperanza unas nuevas ilusiones.
La fe es lo que alaba Jesús en todos aquellos que le piden algo y que acuden a él, y por la fe ocurren los milagros, porque ya los hemos recibido en nuestro corazón y nos hemos dado cuenta de que el mayor milagro es tener la certeza de que no estamos solos, de que él está con nosotros y de que, por eso, por esa experiencia cercana y certera todo se hace realidad.
Confiemos y hagamos crecer y fortalecer la en nosotros, porque la estamos cuidado como el mejor regalo, como el mejor don que hemos recibido de él.
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