jueves, 3 de diciembre de 2015

San Francisco Javier, pionero de la globalización

De niño vio cómo las tropas en las que luchaba Ignacio de Loyola arruinaron a su familia. Tras una juventud licenciosa y juerguista en París, consagró su existencia a predicar y expandir la cristiandad en el lejano Oriente como “corresponsal” de la fe y la caridad. Cuando se cumplen cinco siglos de su nacimiento, la novela “El aventurero de Dios” repasa la vida del cofundador de la Compañía de Jesús. 


Por Pedro Miguel Lamet – El Mundo: 

Tenía 35 años y el corazón a punto. Acodado en la borda de la Santiago, una de las cinco poderosas naos de más de 500 toneladas y tres mástiles que se balanceaban en el Muelle de las Lágrimas, justo enfrente del monasterio de Belem, vio cómo se empequeñecía Lisboa, la capital del imperio ultramarino de las especias. Allí estaban todos, desde el rey hasta su compañero Simón Rodrigues, dando su adiós a la flota que anualmente partía para las Indias Orientales. Junto a los anhelos de una tripulación de más de un centenar de personas, entre aventureros, comerciantes, cristianos nuevos que huían de la Inquisición, y ambiciosos y corruptos capitanes, a él sólo le conducía un sueño.

Alto y bien formado, con nariz perfecta, buenos colores navarros, cabellos y barba negros, su personalidad era magnética, de esas que transmiten confianza y alegría. Hombre de carácter, sus ojos, brillantes, penetraban y seducían desde un secreto fuego interior. Era el 7 de abril de 1541, justo el día de su cumpleaños. Entonces no podía ni imaginar que su increíble gesta de aventurero de Dios en el misterioso e impenetrable Oriente iba a durar apenas 11 densos y fecundos años.

Cerca del río Aragón, en medio de planicies navarras, puede avistarse un sólido y solitario castillo medieval. Allí nació Francisco de Javier el 7 de abril de 1506, hace ahora 500 años, sexto hijo de dos excelentes cristianos: un hombre de leyes, doctor por Bolonia y hombre de confianza del rey de Navarra, Juan de Jaso y Atondo, y la noble heredera del castillo, María de Azpilcueta y Aznárez. Una paz bucólica impregnó su infancia de aire libre y espiritualidad.

Hasta que la guerra de Navarra, que se subleva contra Castilla en favor de Enrique II d’Albret, convierte al castillo en una encrucijada de intereses políticos entre Francia y España. Tanto que sus hermanos Miguel y Juan intervienen en la toma de Pamplona, donde en 1521 cae herido de pelota de cañón un tal Íñigo de Loyola, gentilhombre presumido y mujeriego que, gracias a aquella herida, descubriría los sabores secretos del alma y se convertiría en pobre peregrino y fundador de la Compañía de Jesús. Javier sólo tenía 11 años cuando, muy triste, asistió a la demolición de las torres del castillo y la usurpación de sus tierras por las tropas del regente cardenal Cisneros.

Aunque Carlos V devolviera a Navarra privilegios, derechos y honores, ya no sería lo mismo. Don Juan, el padre de Javier, se moriría de pena, y a su madre la llamarían desde entonces "la dama triste". Quizás por eso el joven navarro prefirió las Letras a las armas, y cabalgó con el ímpetu de sus 19 años a la bulliciosa Universidad de París. Estudio y deporte acapararon su atención en la Sorbona. En cinco años obtuvo los títulos de bachiller y maestro en Artes, y los de campeón atlético de la ciudad. De noche saltaba las tapias del colegio Santa Bárbara para perderse en los figones en compañía de un profesor amigo y calavera, que al fallecer de sífilis, le retrae de sus juergas nocturnas.


Vuelco vital

Por entonces llegó a París a estudiar un cuarentón, bajo de estatura que cojeaba, vestía pobremente y vivía de pura limosna llamado Loyola. Cuando este personaje compartió habitación en Santa Bárbara con un compañero llamado Pedro Fabro y con el propio Javier, el navarro experimentó un fuerte rechazo hacia aquel gentilhombre que, formado en Castilla, había peleado en defensa de Pamplona contra sus hermanos. Sólo la paciencia y habilidad de Íñigo, que cambió su nombre por el de Ignacio al inscribirse en la Universidad, pudo con "la dura pasta" del arrogante Javier. Y, gracias a los Ejercicios Espirituales, el método místicamente descubierto por aquel "seductor de estudiantes", Javier dio un vuelco a su vida hasta llegar a atar su bello cuerpo de atleta, en una penitencia tan fuerte, que hubo que acudir a médicos para separar la soga de la carne.

De allí, y de la amistad con Ignacio de ocho compañeros más, nació el embrión de la Compañía de Jesús, con unos votos pronunciados el día de la Asunción de 1534 en la parisina capilla de Montmartre.

Después de terminar sus estudios y atravesar a pie una Europa en guerra y en ardores luteranos, los compañeros volvieron a encontrarse en Venecia con Ignacio, que también había viajado por mar hasta Italia, vía España. Creada formalmente la Compañía de Jesús, tras la imposibilidad de viajar a Jerusalén, donde los compañeros querían haber imitado literalmente a Jesús de Nazaret, el rey Juan III de Portugal pide misioneros para los nuevos dominios lusitanos en Oriente. La persona designada por Ignacio para este destino, junto a Simón Rodrigues, era Antonio Bobadilla, que cae enfermo, por lo que Javier abraza a su amigo Íñigo consciente de que no volverá a verle en esta vida. Y a caballo, en compañía del embajador Pedro Mascarenhas, atraviesa de nuevo Europa, camino de Lisboa.

Don Juan III, El Piadoso, quería que se quedara como confesor y predicador de la Corte, pero sólo Rodrigues permanecerá en Portugal, mientras Javier zarpa para La India en un viaje que durará más de un año en medio de tempestades, calmas, escorbuto y calor enervantes. Además rechaza un camarote junto a la oferta de criados y ropas, para dedicarse a servir a los más pobres y humildes de aquella trágica ciudad flotante.

A partir de ese momento, el único contacto con Europa y sus hermanos jesuitas serán sus hermosas cartas: 137 textos que son la crónica directa y viva de un corresponsal pionero en el lejano Oriente. Aunque iba con categoría de nuncio apostólico, una vez arribado al puerto de Goa se pierde entre la gente sencilla, vive con los enfermos del hospital, mendiga para ayudarles y catequiza a los niños por la calle.

Entre los pescadores submarinos de perlas, que se jugaban la vida en cabo de Comodín, recorre el sur de La India por desoladoras costas de arenas movedizas, que "sólo por Dios se pueden tolerar"; algo que no haría "por todo el oro el mundo".

Una fuerza superior y una obsesión, muy de la teología de la época, de que, si no eran bautizados, los paganos caerían en el fuego eterno, le empujó a evangelizar en la costa malabar, Ceilán y la isla de Manar, donde tuvo que afrontar la matanza de 600 cristianos a manos de los feroces badagas. Pero lo más deprimente era la corrupción de algunos portugueses como el capitán Cosme de Paiva, que se enriquecía vendiendo caballos a los enemigos.


Denunciar el abuso

El hecho de que Javier acompañara a las fuerzas ocupantes, en su misión pobre y evangélica, no le impedía denunciar sus abusos, incluso al rey Juan III: "¿Por qué no vigilaste a los que en La India recibían la autoridad de ti y eran súbditos tuyos y enemigos míos, cuando a esos mismos, si los hubieses hallado negligentes en la vigilancia y cuidado de impuestos y del fisco, los hubieses castigado severamente?".

Tanto desengaño le supuso una crisis. ¿No sería mejor dejarlo todo y marcharse a las legendarias tierras del Preste Juan (Abisinia)? Pero en Santo Tomé, en Madrás, ante el sepulcro del apóstol Santo Tomás, decide seguir hacia Malaca, otra fortaleza colonial, donde se encuentra con portugueses que poseían hasta 25 concubinas; y luego a las Islas Malucas, temidas por los navegantes, quienes aseguraban que sus pobladores eran antropófagos y asesinaban con sofisticados venenos. Nuevas travesías entre bajíos y peligrosas costas coralinas: 3.500 kilómetros por mares infestados de piratas y tormentas, como la que le arrebató su querido crucifijo, que, según los testigos, le devolvió a la playa un cangrejo transportándolo en una de sus pinzas. Entre perfumes sofocantes e insectos que le acribillaban, no tenía otra forma de sacar a la gente de sus chozas que cantarles con su bien timbrada voz. Cuando nadie quería navegar a las peligrosas Islas del Moro, respondía: "Iré aunque sea nadando", pues aquellas islas no se llamaban para él sino "Islas de confiar en Dios". Todo ello no le impedía ser alegre y hasta bailar o jugar a los dados con los marineros.

De regreso a Malaca conoció a Anjirô, un samurái japonés arrepentido de un asesinato. Y, a través de sus descripciones, se entusiasma con Japón y decide prepararse para este nuevo objetivo. Con ayuda de Anjirô y un inteligente hermano jesuita cordobés, Juan Fernández, consigue embarcarse en un junco, pilotado por un pirata chino, que estuvo a punto de ser engullido por la tempestad. Japón fue duro, pero supuso un cambio de mentalidad. Como decía un contemporáneo, "en La India el maestro Javier pescaba con red; en Japón tuvo que hacerlo con caña, uno a uno".

Fascinado por la inteligencia y el nivel cultural de los japoneses, sufrió repetidos fracasos como el de no ser recibido por el emperador en la capital Miyako (Kyoto); soportar la risa de los señores feudales o damyôs cuando les fustigaba su pública pederastia, o humillaciones linguísticas, como equivocarse al usar la palabra "dainichi", que creía cercana al concepto de Dios trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo), y que descubrió que se representaba con un falo.


Sufrió, pero aprendió a dialogar

Sostuvo largos coloquios con los monjes zen y de otras sectas, que no entendían cómo en la lógica cristiana sus antepasados sin culpa tenían que acabar en el infierno por no haber conocido a Jesucristo. Javier les respondía que un hombre solo en una montaña, sin influjo ni cultura, sabe distinguir lo bueno de lo malo porque lleva una ley escrita en el corazón. Y, al percatarse de que su pobre sotanilla no le ayudaba ante los señores del lugar, decidió engalanarse con sedas y acudir a sus palacios con boato y hasta con originales regalos occidentales, como un arcabuz de repetición o unos primitivos anteojos. Llega así a la conclusión de que los futuros jesuitas que vayan a Japón deben ser universitarios que tengan conocimientos científicos y filosóficos.


Rumbo a China

Persuadido de que los conocimientos le venían a los japoneses de la misteriosa China, prepara su incursión en este continente cerrado, donde los mercaderes portugueses padecían encarcelamientos y torturas. Consiguió en Goa que su amigo, el comerciante Diego Pereira, fuera nombrado embajador especial del virrey ante el emperador chino. Pero, cuando tenía todo listo, incluso los regalos con que pensaba obsequiarle, un envidioso capitán, Álvaro de Ataide, confiscó en Malaca el timón de la nave en que pretendía embarcarse. Sólo permitió que viajara a isla de Sancián con otros comerciantes y sin embajada.

A la espera de un navegante chino que le había prometido facilitarle la entrada en Cantón, aterido de frío en la cabaña donde se cobijaba, fue presa de una grave pulmonía. Subió al galeón fondeado en la playa para intentar recuperarse dentro de un camarote, pero el vaivén del barco le empeoró. Sin apenas con qué abrigarse ni qué comer, vuelto a la isla, y acompañado solamente por Antonio, un intérprete chino que le puso una candela en sus manos, después de decir "Madre de Dios, Jesús, Hijo de David, tened misericordia de mí", falleció al romper el alba del 3 de diciembre de 1552 frente al perfil de la costa prometida. Tenía 46 años.

Enterrado en la isla por el chino Antonio, dos meses después al zarpar la nao rumbo a Malaca, decidieron llevarse el cuerpo del santo, tras introducir cal en el ataúd para que se corrompiera antes. Sin embargo no fue así, el cuerpo de Javier quedó incorrupto. Durante un siglo llegó a permanecer flexible y con las vísceras en su sitio, como fue comprobado por varios médicos en la misma Goa. Actualmente está momificado.

A Javier se le atribuyeron muchos milagros en vida: docenas de curaciones, videncias y profecías e incluso la resurrección de un niño. Pero el milagro mayor de Javier era su fe, el entusiasmo y confianza de un corazón ardiente que le hacía exclamar "¡basta, Señor, basta!", y que le empujó más allá de sus posibilidades. Sus restos, conservados en una urna de plata y cristal en la iglesia de Bon Jesu de la Vieja Goa, siguen convocando en su fiesta largas colas, la mayoría de no cristianos. Su brazo, conservado en Roma, se encuentra temporalmente estos días en Navarra.

Beatificado por Pablo V y canonizado por Gregorio XV el 12 de marzo de 1662, Francisco Javier es patrono universal de las misiones y de la juventud. Una frase evangélica late detrás de tal hazaña, la que pronunció a su oído un día Ignacio de Loyola en la Universidad de París: "¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?".

No hay comentarios:

Publicar un comentario