miércoles, 25 de noviembre de 2015

Donde hay más alegría, allí también hay más verdad



Unas de las aspiraciones básicas de todo ser humano es la de “realizarse” como persona. Es una aspiración amplia, noble y legítima que necesita ser examinada con cierto detenimiento para saber en qué consiste, qué alcance tiene, cómo se concreta, etc. Por nuestra parte, como punto de partida, pensamos que esto de realizarse como persona empieza por situarse en la realidad. Entendemos que nadie puede realizarse si no es instalándose en la realidad de las cosas. Por eso parece conveniente detenernos, al menos unos instantes a tratar de algunos aspectos acerca de lo entendemos por realidad.
La realidad es un concepto amplio susceptible de múltiples enfoques. Aunque la definición no sea muy rigurosa para nuestros propósitos es suficiente con entender como realidad aquello que existe. Pues bien, lo que existe, lo real, ejerce una especial atracción sobre la persona humana. La Física enseña que hay una ley universal por la cual los seres, todos los seres, se atraen entre sí. Esto vale también entre la realidad y el hombre. Desde muchas instancias la realidad llama al hombre, reclamando su acción. Por naturaleza estamos inclinados al conocimiento y a la acción. No nos basta con saber que las cosas están ahí, sino que posemos un afán por conocer que nos lleva a formular todo un repertorio de preguntas acerca de lo que nos rodea: ¿cómo son las cosas?, ¿por qué son así y no de otra manera?, ¿para qué sirven? Nuestra condición de inteligentes nos impulsa a conocer más y mejor; es el deseo de saber, inscrito en nuestra naturaleza del mismo modo que la natación está en la naturaleza de los peces o el vuelo en la de las aves. Cuando los adultos reforzamos positivamente esta tendencia natural del niño hacia el conocimiento y la acción, el aprendizaje resulta atractivo y la adquisición de conocimientos, al menos en las primeras etapas de la vida, es algo grato y relativamente fácil. Quienes nos movemos entre niños sabemos bien de sus interminables preguntas.
Esta sana curiosidad, siempre insatisfecha, es de una gran importancia para el desarrollo de la persona, y si planteamos bien las relaciones con el niño le podemos estar haciendo un bien para toda la vida. Dos son las claves: responder siempre y responder siempre desde la verdad. Si algo no debe hacerse con el niño es frustrar los deseos de saber porque nos importuna, mandándole callar o desviando su interés. Los adultos no siempre estamos en condiciones de responder, no siempre estamos disponibles o no tenemos mucha seguridad en la respuesta más acertada. Da igual, para ilusionar por aprender no hay que saber de todo, pero sí podemos animar en todo momento. Si no podemos o no sabemos responder habrá que aplazar la respuesta, o buscar juntos la solución, o preguntar a quien sepa, o simplemente decir que no lo sabemos. A lo que sí estamos obligados es a situarnos en la verdad. No hacemos ningún favor con evasivas o con respuestas inventadas. Según el tema y la edad, el niño no siempre estará capacitado para conocer toda la verdad; los conocimientos habrá que dosificarlos, pero en ningún caso ahogar sus deseos de saber o mentirle.
Si de verdad queremos hacer de nuestros niños y jóvenes personas optimistas y alegres, habremos de actuar siempre desde la verdad. El célebre pensador francés, poeta y dramaturgo, Paul Claudel, llegó a identificar alegría y verdad. “La alegría –escribió– y la verdad son lo mismo; donde hay más alegría, allí también hay más verdad”. La alegría auténtica no puede basarse en errores, ni en medias verdades ni en mentiras, sino en el conocimiento y la aceptación de las cosas como son, empezando por la verdad de uno mismo.
Entendemos pues como vocación de realidad esa tendencia natural que nos impulsa al conocimiento y a la acción, que son dos medios privilegiados e insustituibles para situarnos en la realidad; es decir, para realizarnos. Ahora bien, la realidad es muy amplia. En el campo de lo real se dan cita las cosas, el propio sujeto, las otras personas y el mismo Dios. Por seguir el orden temporal, la primera realidad que se conoce es el propio cuerpo. Después las personas más cercanas y los primeros objetos. Con la entrada en la guardería o en el colegio, en la actualidad tan temprana, muy pronto se descubren nuevas personas a la vez que, poco a poco, el niño se va adentrando en el mundo del conocer, un mundo apasionante, sin límites y para toda la vida. Un paso considerable está en descubrir que uno es más que su cuerpo. Se trata de la vida interior, auténtica novedad en el desarrollo personal, que se produce cuando uno mira dentro de sí mismo y descubre que hay algo que ver; es decir, que hay intimidad, ese mundo de experiencias personales, sentimientos y deseos de los cuales uno es poseedor, un ámbito al que nadie tiene acceso a no ser como invitado. Y luego, por encima y por debajo de todos estos campos, antes y después de su descubrimiento, como origen y destino de todos ellos está Dios, principio y fuente de toda realidad. El abanico de lo real es, como se ve, muy amplio, y su relación con la alegría muy estrecha, porque vivir fuera de la realidad es camino seguro de frustración y de desencanto.

Comenzaremos por la realidad que es uno mismo. El conocimiento de sí mismo no es tarea fácil, ni corta, ni de poca monta. Desde hace siglos el autoconocimiento ha dado que discurrir a filósofos y pensadores. En el frontispicio del oráculo de Delfos, santuario pagano dedicado al dios Apolo, en la Grecia clásica, grabada en piedra había una máxima considerada como una de las cimas de la sabiduría; decía así: “conócete a ti mismo”.

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